domingo, 3 de octubre de 2010

El mundo, lo simple y lo extraordinario

Recuerdo que la primera vez que vine a Barcelona, buscaba una mujer que amaba con locura absoluta.
Tuve que pedir el visado, para poder entrar a España como invitado y asistente del Congreso Mundial de la Naturaleza; fue la única manera que encontré para venir a verla.

Al ser colombiano, las fronteras existen, y son prácticamente invulnerables, somo seres humanos de tercera, que para poder viajar tenemos que demostrar nuestra buena fe a través de papeles ante la burocracia mundial. Nos hacen sentir como delincuentes en cada consulado, e incluso el amor se somete a juicio.

Finalmente logré saltar las barreras y cruzar el atlántico para besarla. Sin embargo, asistía al Congreso, y una noche, tuve una cena en la que participábamos diferentes integrantes de ONG's de América del Sur y de España.

Llegué muy tarde a casa de esta mujer, que ya no tiene nombre ni rostro, y me estaba esperando con una bata blanca, la vi desde la calle, sentada en el balcón. Llamé a su puerta, y cuando abrió, estaban frente a mi  un par de manos agitándose en el aire pidiendo me acercara, parecían mariposas llamándome con su aleteo, así que corrí hacia ellas delirante de dicha. Recuerdo lo que sentí, se tatuó en mi alma, recuerdo que ese estúpido gesto, provocó en mi una felicidad que incluso ahora no podría describir, y ojalá jamás pueda hacerlo.

viernes, 1 de octubre de 2010

Las Fiestas de Gracia



Hace poco, en las Fiestas de Gracia, Barcelona, vi un encuentro futbolístico maravilloso.

Niños de todas las razas, procedencias y lenguajes, jugaban con un pelota entre una muchedumbre de adultos jóvenes que, con cerveza en mano, disfrutaban de conciertos gratuitos y de la compañía de amigos en una noche de verano mediterráneo.

Era un sector gitano del barrio de Gracia, la banda tocaba música alegre, rumba catalana con un aire rock inusualmente pronunciado. Sonaba bien, y los ánimos estaban altos, la gente reía y mi cerveza se había acabado.

Decidí ir a comprar una, en el bar de la plaza. El bar, un establecimiento temporal, era un templo sagrado a plenitud de embellecedor de espíritu (término acuñado por los abuelos para referirse al alcohol), que custodiado por un par de mujeres, recibía a cientos de personas, de cientos de rincones del mundo. 

Una de ellas, de piel aceituna, ojos castaños profundos, facciones suaves y pelo negro, clavó por fin su mirada en mis ojos sedientos, y entonces con señas, le pedí una cerveza  cuyo precio provino también del movimiento de sus manos.

Salí del bar y lié un cigarrillo, mientras recordaba la belleza de la mesera,  y sentado en una banca, ya fumando y bebiendo en intervalos lentos, me agarraba a los segundos para disfrutar por un poco más de tiempo, tanto de los ojos de la catalana, como del humo y del líquido, haciendo un coctel taciturno de placeres simples que logra mil veces hacerme feliz.  

Entre trago y trago, vino una amiga, también catalana, con quien tras una corta conversación, llegamos irremediablemente al silencio, y como dos esfinges de sonrisa inmutable nos maravillamos con el juego interracial, multicultural, políglota, e infantil que se desencadenaba entre risas y movimientos erráticos de diez o doce niños corriendo tras una pelota amarilla, sin porterías, ni goles, ni competencia, solo ellos, la alegría y la pelota.